miércoles, 16 de enero de 2013

CASI NADA Y TODO





Artículo publicado en La Vanguardia, escrito por la periodista Ángeles Caso

Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un poco de qué va esto llamado vida.
 Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
   
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
   
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo mientras mi conciencia esté tranquila.
  
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo que pase. Y que el día en que me toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo.




martes, 1 de enero de 2013

Azul Navidad


AZUL NAVIDAD

Era un día de niebla intensa; y por la calles de la ciudad sólo se divisaban las siluetas de los transeúntes cuando estaban cerca, perdiéndose al alejarse en la espesura de las sombras, como fotografías desenfocadas.

Las luces multicolores del alumbrado navideño, adornadas con un aura misterioso, techaban las calles, ambientadas con el sonido de angelicales villancicos.
Como todos los años, hacía el recorrido por los Belenes más significativos de la ciudad; observando los movimientos mecánicos de sus figuras, con el sonido del agua al caer en cascada desde la montaña, al unísono con la música de los nuevos villancicos. Atrás quedaron otros tantos alojados en mi memoria: “Noche De Paz”, “Los Peces En El Río”y el “!Ay! Del Chiquirritin”. Como también quedaron lejos aquellos días de “Blanca Navidad”; y es que eran realmente blancas, porque el recuerdo así las representa. Blancas las heladas de la mañana, blanca la escasa nieve que caía en nuestras tierras extremeñas; pero blancas también eran nuestras almas y el sentir de nuestros corazones.

Entonces vivíamos con la inocencia de la niñez, y con la ilusión de ser mejores cada día; intentando vivir emocionalmente, unas fechas que cada año esperábamos con más impaciencia,  y con menos consumismo, pero viviendo el verdadero sentido de la Navidad, con nuestras tradiciones de siempre.

El día veinticuatro de Diciembre, en cada casa había instalado un Belén, se tocaban panderetas y zambomba, se cantaban villancicos, se comía pavo, polvorones, y turrón del duro y el blando; y a las doce de la noche se escuchaba la Misa del Gallo.
Pero el tiempo pasa, y lo blanco ya no es tan blanco, o aún siéndolo, va tomando tonos más oscuros. Ese mismo blanco inmaculado de la niñez se va perdiendo en tonos grises, o recorriendo toda la gama de colores que nos haya de deparar nuestra existencia. Llega la incertidumbre de no saber que será de nosotros; la duda ante los distintos caminos que hayamos de tomar para enfocar nuestra vida. Los temores ante posibles fracasos, la frustración por los errores cometidos.


Sin darme cuenta me había quedado sólo delante del nacimiento. Por unos minutos había hecho un recorrido mental por las Navidades de mi infancia, cuando me avisaron de que iban a cerrar la iglesia. Volviendo a la realidad me disculpé por el despiste; deposité unas monedas en el cepillo de la entrada, y salí a la calle. La niebla había espesado un poco más, y ya casi no se veía el suelo. Fui buscando con dificultad, los peldaños de la escalinata que separaba la entrada de la iglesia, del asfalto de la calle. Al terminar de bajar el último escalón, escuché unos gemidos que me estremecieron; miré en esa dirección, guiándome por el oído, y divisé un bulto en el suelo. Me acerqué, percibiendo los gemidos con más intensidad, y me pareció ver a una mujer; pregunté qué le pasaba, pero por respuesta recibí otro lamento, esta vez más intenso. Me acerqué un poco más, y entonces fue cuando observé -a pesar de la niebla- que lo que le pasaba a esa mujer es que estaba a punto de dar a luz.

Mi estado de ánimo se alteró, convirtiéndome en un manojo de nervios, aunque pude controlarme para infundir sosiego a aquella mujer que me miraba implorando ayuda. A esa hora, y víspera de Nochebuena, no había ni un alma en la calle. Le dije que no se preocupara, que llamaría por el móvil, y enseguida vendrían a ayudarla; pero cuando empezaba a marcar se apagó de golpe: me había quedado sin batería. No podía controlar mi estado de nervios, y llamé con insistencia a los timbres de las casas cercanas, sin recibir respuesta.

Desistí de alejarme de la mujer, y tomé la decisión de ayudarla como fuera a traer al mundo a ese hijo que tenía prisa por llegar.

Era muy joven, casi una niña. Tomé su mano, helada por el frío , y le acaricié la frente, tratando de infundirle confianza y calma; me respondió pronunciando unas breves palabras que no entendí, pero intuí que eran sinónimo de agradecimiento.
Los minutos se hicieron interminables, y las contracciones eran cada vez más fuertes. Me quité el abrigo, y cubrí con él el cuerpo de la chica. Presentía que el alumbramiento estaba próximo, y le hablaba en tono cálido, aunque ella no pudiera entender lo que le decía. Le contaba que su hijo iba a nacer casi al mismo tiempo que el Niño Dios, y que su vida iba a cambiar, porque ese hijo sería símbolo de esperanza, como todos los milagros de la vida. Que era una gran responsabilidad asumir su educación, ya que los hijos de hoy serían los padres del mañana, y que de las madres dependía que fueran hombres y mujeres de bien; ya que la velocidad frenética por vivir llenos de compromisos materiales, debido a una inexplicable sociedad de consumo, dejaban a nuestros hijos en un penoso segundo plano, cediendo su educación a centros escolares, que la mayoría únicamente se dedicaban a las enseñanzas didácticas, y que aunque no fuera así, yo como padre jamás declinaría ese honor de transmitir a mis hijos la base de sus principios morales y sociales.

Aquella mujer, apretó con firmeza mi mano en un último esfuerzo, unido a un desgarrador lamento, y la criatura abandonó el seno materno amaneciendo a la vida. Inmediatamente la envolví con mi bufanda, y en ese mismo instante la calle se iluminó con un haz de luz intensa; era un taxi que traía a un pasajero al portal contiguo. Deposité al niño encima del vientre de su madre, unidos ambos por el cordón umbilical, y me acerque para pedirle al taxista y el pasajero que nos ayudaran a subirla al coche, y llevarla al centro de Maternidad para que la atendieran.

No me podía creer la experiencia por la que había pasado. La acompañé hasta el hospital, y después de explicar lo sucedido, y dejar mis datos, regresé a casa.
Al día siguiente me levanté temprano, y fui a verla con un gran ramo de flores. La joven madre, era rumana, y me recibió con una sonrisa llena de ternura.
Las enfermeras me explicaron que por medio de una asistente social, consiguieron un interprete que les había informado de que la chica  llegó de su país embarazada, y engañada con falsas promesas. En un descuido, logró escapar del lugar donde la tenían retenida. Con el poco dinero recaudado con limosnas, sacó el billete del autobús que la había llevado ese mismo día a la ciudad, y con el viaje se había adelantado el parto unos días; pero que ambos, el niño y la madre, se encontraban perfectamente. Ella había expresado su deseo de bautizar al niño con el nombre de su benefactor, preguntándome como debían ponerle; respondí que mi nombre era José, y una enfermera sonriendo, le comunicó a la madre: Tu hijo ya tiene nombre, se llama “Pepe”. Me gustó la idea, y me ofrecí para apadrinarlo, como un honor especial, ya que era mi primer ahijado.

Si hubiéramos de representar con colores las distintas etapas de la vida, pensaríamos en el verde, como símbolo de esperanza, de la naturaleza, del esplendor de los campos que embargan de emoción nuestros sentidos. Pero igual que en la vida, el verde se transforma, la hierva se agosta, los árboles pierden sus hojas pasando por un sin fin de tonalidades, hasta llegar al sepia, que palidece en su caída hacia el abismo. Sin embargo, siempre se suceden nuevas primaveras tras el crudo invierno; y nuevos amaneceres tras la noche.
Pese a todo el azul permanece. Siempre estará el azul del mar; siempre estará el azul del cielo, que generación tras generación será la pantalla de fondo de una mirada.

Nuevamente, la vida había traído esperanza y fe en el futuro; y un nuevo milagro de Navidad. La Navidad azul, como pantalla de fondo de una mirada; en este caso la mirada de la inocencia, reflejada en los ojos de ese niño.

Marga Utiel.